lunes, 7 de enero de 2013

Una noche...

Hambre. Perruna. Hambruna. Corría el año 1932 y la vieja Londres estaba sumida en un absoluto caos y desenfreno. Desde que comenzara el debate que dividió al país en dos grandes bandos y la guerra defenestrase los antiguos edificios de la metropoli, Londres había cambiado por completo su apariencia. La gente enfrentada en las calles, lugares y vehículos volcados y ardiendo, caldeando el frío nocturno de numerosos ciudadanos que habitaban las calles en ausencia de sus antiguos hogares ahora reducidos a cenizas o escombros. En las ruinas de una casa perteneciente a una de las mejores familias de la city, en el número 79 de la calle Gorberg, en el lado sur de la ciudad, se escondían formando y organizando a un grupo de gente más activa en el bando de los lunes precediendo a los martes. Allí se encontraban Robert y Adeleide Weggins, dos hermanos de sangre noble, que supieron ver que era momento de limar asperezas y olvidar lo que antaño fueran las clases sociales que dividieron al pueblo sin más pretexto ni razón que el de hacerlo más débil.

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Una noche oscura, terriblemente húmeda, caminaba por asfalto, la humanidad ya había depositado su legado sobre aquel suelo arcilloso que se ocultaba bajo la oscura mancha alquitranada, sentía como movimiento detrás de mi, oía sombras que se movían entre los arbustos que rodeaban el camino, veía pisadas distantes como las estrellas en el firmamento. Un tanto asustado caminé raudo por aquel camino sin principio ni fin. Cuando de pronto, bañando el reflejo del suelo húmedo, me topé con el resplandor de una luz amarillenta, posiblemente de un farol. Me aproximé al que supuse el origen de aquella cantidad de fotones, para encontrarme de vuelta en el pueblo del que partiera primeramente dos noches atrás. Aliviado por reconocer un lugar que me era amistoso a la vista y amable al corazón, caminé sin rumbo por entre las calladas calles iluminadas silenciosamente por sus permanentes faroles metálicas, dando un soplo de vida a las muertas casitas adornadas con la noche. Todo era silencio, la localidad dormía. Las vías, apagadas, soñolientas, aguardaban impacientes al primer tren de la mañana. De pronto, no podía ser, reconocí en la distancia el sonoro graznido de una bocina de tren, oí el aullido silbante del vapor saliendo de la potente máquina de 50 CV. Asombrado me acerqué hasta el andén para observar como el tren llegaba a su estación, decorándolo todo de una espesa niebla blanquecina, y se detenía escandalosamente en el andén. Se abrieron las puertas y una ingente cantidad de parloteantes humanos se deslizaron por el andén. Unos pretendían colocar puestos de comida, artilugios y baratijas varias. Los otros, curiosos, sin cesar el zumbido de su charla estridente, revisaban rápido con la mirada casi perdida pero atenta a cada racimo de uva, figura de buda o sortija de oro blanco que reposara sobre los puestos de madera. Habían, tiempo atrás, olvidado realizar sus acciones independientemente a lo que necesitaran, pasando a generar ellos mismos la necesidad para poder darse el placer de satisfacerla, en un intento vano de llenar sus vacías e insulsas vidas de humanos corrientes. Y mientras tanto, en un escándalo de negociaciones, encuentros fortuitos con ensordecedores saludos y muestras de alegría y llamadas de atención a ladronzuelos sin decoro, la ciudad permanecía dormida, impasible, sin reacción alguna o amago de interés a lo que sucedía en las calles. La vida corría, con su verdad oculta a ojos de todos, pero que nadie se molestaba en mirar, preferían ignorarla y seguir calentitos, dormidos, negándose a escuchar ese secreto a voces. Y así, la noche se tiñó del velo del desconocimiento y la felicidad, que teñía la vida de todos ellos de un color fantástico que fingía presentarles a todos el dulce sabor de la fantasía suprema de la felicidad real, cosa que probablemente no conocerían nunca.

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