lunes, 25 de abril de 2016

El descampado

Desde los solares de la Plaza de Toros, incómodo refugio de las parejas pobres y llenas de conformidad, como los feroces, los honestísimos amantes del Antiguo Testamento, se oyen -viejos, renqueantes, desvencijados, con la carrocería destornillada y los frenos ásperos y violentos- los tranvías que pasan, no muy lejanos, camino de las cocheras.

El solar mañanero de los niños alborotadores, camorristas, que andan a pedrada limpia todo el santo día, es, desde la hora de cerrar los portales, un edén algo sucio donde no se puede bailar, con suavidad, a los acordes de algún recóndito, casi ignorado, aparatito de radio; donde no se puede fumar el aromático deleitoso cigarrillo del preludio, donde no se pueden decir, al oído, fáciles ingeniosidades seguras, absolutamente seguras. El solar de los viejos y las viejas de después de comer, que vienen a alimentarse al sol, como los lagartos, es, desde la hora en que los niños y los matrimonios cincuentones se acuestan y se ponen a soñar, un paraíso directo donde no caben evasiones ni subterfugios, donde todo el mundo sabe a lo que va, donde se ama noblemente, casi con dureza, sobre el suelo tierno, en el que quedan, ¡todavía!, las rayitas que dibujó la niña que se pasó la mañana saltando a la pata coja, los redondos, los perfectos agujeros que cavó el niño que gastó avaramente sus horas muertas jugando a las bolas.
La colmena, Camilo José Cela