jueves, 20 de junio de 2013

Educando las almas


¡Oh, no! A un profesor se le esponja el alma de alegría y orgullo cuando ve cómo el talento de un niño, estimulado sin éxito durante largo tiempo se abre camino; cómo un muchacho deja la espada de madera, el tirador, el arco y los demás juguetes infantiles; cómo empieza a adelantar; cómo la seriedad del trabajo convierte al golfillo salvaje en un muchacho refinado, serio y casi ascético; cómo su rostro se hace más adulto y espiritual, su mirada más profunda y segura,  su mano más blanca y más tranquila. Su deber y la misión encomendada a él por el Estado son domar y exterminar en el joven los toscos apetitos y las fuerzas de la naturaleza, y plantar en su lugar ideales comedidos, tranquilos y reconocidos por el Estado. ¡Más de uno, que ahora es un satisfecho ciudadano y eficiente empleado, se hubiera convertido, sin los desvelos del colegio, en un innovador impetuoso y desenfrenado o en un soñador meditabundo y estéril! Había algo en él, algo salvaje, sin reglas, inculto, que había que apagar y extinguir. El hombre, tal como le crea la naturaleza, es algo desconcertante, opaco y peligroso. Es un torrente que se despeña desde un monte desconocido y una selva sin camino ni ley. Y así como una selva tiene que ser aclarada, limpiada y reducida por la fuerza, el colegio tiene que romper, vencer y reducir por la fuerza al hombre natural; su misión es convertirle, según los principios que acepta la autoridad, en un miembro útil de la sociedad, y despertar en él las cualidades cuyo desarrollo total vendrá a coronar y terminar la cuidadosa disciplina del cuartel.
Bajo las ruedas, Herman Hesse 

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