martes, 8 de noviembre de 2011

Nestredock - Capítulo 2

Hacía mucho que no dormía en una cama. Por primera vez en mucho tiempo me encuentro verdaderamente descansado, pero aún así aquí sigo, no se que momento del día es, pero no me levanto, es agradable estar aquí tumbado, en esta habitación desconocida, mirando a la nada, con la luz que entra entre las raídas cortinas. Ahora podré ver con buena luz como es el exterior, las encinas del bosque que rodea la posada, el pozo que hay al final de un borroso sendero que se aleja desde el edificio, los establos con los caballos y los corrales con las ovejas y los cerdos. No debe haber ningún gallo, o le han mandado callar a la fuerza de hacerle ver que no tiene por que cantar.

Me levanto y me aseo. Abro las cortinas para dejar entrar más luz en la pequeña habitación. La ventana de mi cuarto da a la parte trasera de la posada, hacia el bosque de encinas. La luz del sol penetra por entre las hojas de los árboles más altos, y en el suelo hay algunos troncos talados recientemente, probablemente para reparar alguna parte de la casa o para hacer leña. Tal vez para los establos. Debe ser media mañana. Demasiado tarde para desayunar, pero demasiado pronto para comer. "Bajaré a tomar un café", pienso.

Después de mi café me dirijo hacia el afable dueño de la posada:

- He pensado en quedarme unos días, pero no tengo dinero para pagar, ¿hay algún lugar cerca donde pueda ganar algunas monedas?

- Aquí siempre hay trabajo que hacer, hijo, si lo que quieres es quedarte puedes hacer un par de cosas que necesito.

Como suponía, los árboles que hay en el suelo en la parte de atrás de la casa son para un nuevo corral; una de las cerdas está preñada y en breve la familia porcina crecerá en tres miembros y el redil donde se alojan actualmente está verdaderamente maltrecho. Tengo que transportar los troncos hasta un taller que hay junto a los establos y trabajar la madera para hacer las piezas necesarias (postes y tablones). Por ahora a trabajar, más tarde podré seguir escribiendo.

*-★-★-★-*

Posé mi mano sobre el pomo y lentamente lo giré. Muy despacio, comencé a tirar de la puerta hacia mi, temiendo que las bisagras chirriaran al girar. Era una puerta bastante pesada pero logré abrirla sin esfuerzos. Inmediatamente al otro lado de la puerta, me encontré con unas escaleras que descendían hacia una sala que se encontraba iluminada. Me asustó el pensar que allí abajo pudiera haber alguien y me descubriera, pero traté de convencerme de que no era posible, y la curiosidad me pudo. Comencé a bajar, sin hacer ningún ruido, sin prisa, pausadamente, tratando de escuchar cualquier cosa que no fuera mi respiración acelerada y que me indicara si podía haber algo a lo que temer. Me agaché para poder ver el interior de la sala antes de llegar a la parte más baja de la escalera. Era un habitáculo minúsculo, excesivamente angosto, con paredes y techo de un gris oscuro deprimente. Entré en la sala y el reducido espacio me agobió. Estaba acostumbrado a estar siempre encerrado, pero no en lugares tan estrechos. Había una pequeña mesita a la altura del reposabrazos de un sillón del mismo color que la puerta, que estaba a su derecha. Y a la izquierda del sillón, una lámpara de pie, encendida, que era la que iluminaba toda la sala. Si me hubiera sentado, habría quedado mirando hacia las escaleras por las que acababa de bajar. Estaba bastante decepcionado por lo que había allí. Mis expectativas eran mucho mayores, algo que justificara por qué me habían prohibido la entrada durante tanto tiempo, y no un sillón viejo y una lámpara que lo iluminara. Tan decaído me encontraba en ese instante, que solo quería volver a mi habitación, olvidar que tanto tiempo tratando de imaginar el posible contenido de la sala, tantas maravillas, tantas fantásticas suposiciones, se habían reducido a polvo en un instante, y dormirme. Fue en aquel instante en el que me percaté de que, tras esos muebles apretados en el angosto espacio de la sala, había una estantería que ocupaba todo el espacio de la que debía ser la pared gris con manchas de humedad del fondo. Fue tan repentino que llegué a pensar que hasta aquel momento allí había habido, efectivamente, una pared gris y manchada. Pasé entre la lámpara y la pared y me acerqué a observar lo que había en las estanterías. Se me aceleraba el corazón por momentos. Eran un montón de libros.

Había aprendido a leer de muy pequeño. Cuando tuve tres años me separaron de los juegos y comenzó mi instrucción. Aprendí a leer con los textos en los que constaban las normas del correcto comportamiento. Me enseñaron las matemáticas necesarias y memoricé la organización de la comunidad en la que vivía. Practiqué la corrección al hablar y las normas de conducta social. Tendría que crecer, hacer bien mi trabajo y luego educar un nuevo discípulo que continuara con mi labor, dado que tarde o temprano, mi tiempo terminaría y dejaría de existir para siempre.

Desde entonces, una noche de cada semana bajaba a coger un libro nuevo y a dejar el que ya había leído. Con el tiempo perfeccioné mi lectura. Era curioso, pero si no fuera imposible, cada vez que bajaba, habría jurado que los libros eran distintos a los de la última vez. Amaba esas pequeñas fuentes de conocimientos, el papel y todas las palabras derramadas sobre ellos, me habían mostrado universos completamente distintos al mío, universos fantásticos que todavía trato de buscar. Me apasionaba ver que las cosas son mucho más maravillosamente complejas de lo que me habían hecho creer, y por eso amaba tanto a los libros, por que me mostraban cosas que yo no podía haber ni imaginado. Me explicaban, me contaban, me emocionaban, su simple aroma me embelesaba, me apasionaba leer frase tras frase, cada letra y cada palabra, regodearme en pequeños y fantásticos párrafos que me atontaban y me hacían sonreír. Terminar de leer y sentir un contraste extraño, por una parte lástima por que terminó, y por otra, una gran euforia por lo que había leido. Me transmitían, me enseñaban y aprendía con ellos, disfrutaba y me entretenía. Vivía aventuras con los personajes y sufría, me alegraba o me enamoraba con ellos, lloraba con ellos y me asustaban sus mismos temores. Simplemente algo excepcional.

Tal y como me ordenaron, me metí en la cama, encendí la pequeña linterna que tenía junto a la cabecera de la misma y empecé con el nuevo libro. Tan sólo tuve tiempo de comenzar con las dos primeras lineas del prólogo cuando algo en el rabillo del ojo me hizo cerrar de golpe el libro y apagar la luz. Asustado, fingí dormir. Traté de controlar mi respiración y entreabrí el ojo izquierdo. En la habitación no había nadie más que yo. Me calmé bastante y miré por la ventana. Allí estaba, lo que me había sobresaltado. Era una de esas personas que solía pasar junto a la casa y que se dirigían hacia el gran salto para no regresar jamás. Me habían explicado que esas personas se habían comportado de una forma incorrecta y que tenían que marcharse, por que no eran útiles para la causa común de la sociedad. Volví a mirar y me asustó el ver, que aquella persona, al parecer una mujer que debía tener mi edad, con un pelo rojo que brillaba aun pese a la oscuridad, no pasaba de largo hacia el gran salto, si no que caminaba, junto a la vela encendida que llevaba en la mano y su bolsa cargada a la espalda, hacia mi ventana. Me asusté bastante, temí que pudiera entrar y hacerme daño. Y no saber lo que era el dolor era lo que más me asustaba. Me aseguré de que la ventana estuviera cerrada y me alejé un poco hacia atrás. La chica se llegó hasta la ventana, y me miró, sonriendo, parada durante un instante que se me antojó eterno antes de saludarme con la mano y continuar, ahora si, su viaje hacia el gran salto. Algo había en su mirada que me hizo sentir un gran deseo de preguntarle algo. Su mirada hizo surgir una sensación extraña en mi mente, algo nuevo, quería saber que había hecho para tener que ir al gran salto. Salí de mi cuarto con la linterna, y en silencio bajé las escaleras. La puerta que se encontraba delante de mi esta vez estaba mucho más prohibida que la puerta verde. No quería ni pensar lo que sucedería si me descubrían en el exterior. Así que no lo pensé y abrí la puerta. La chica estaba a poca distancia de la puerta así que la alcancé enseguida. Me miró pero no se detuvo, siguió caminando hasta el borde del gran salto y allí se detuvo.

- ¿Tú también vas a saltar? - me preguntó.

Negué con la cabeza y la miré por un instante. Ella me sonrió.

- Quiero hacerte una pregunta... - me miraba sin quitar la sonrisa, se la veía muy alegre y yo cada vez me encontraba más confuso - ¿porqué vas a saltar? ¿qué es lo que has hecho para tener que saltar?

Su sonrisa creció más todavía.

- Si de verdad piensas que voy a saltar como castigo por algo malo que he hecho tu también deberías saltar, ¿o acaso el estar aquí, despierto a estas horas de la noche y fuera de casa, no es algo malo?

Me quedé atontado, muy sorprendido, no sabía que decir ni que pensar, estaba completamente en blanco, y de pronto me sentí mal, o eso creía, pues nunca me había sentido así. La miré como asustado, y ella, sin dejar de sonreír, me cogió la mano, me besó en la mejilla derecha mi me susurró en el oído "Te veré abajo cuando decidas que es tu momento." Sopló para apagar la vela y quedamos iluminados solo por la luna. Me dio la candela todavía caliente y saltó. No me atreví a asomarme y verla caer. Simplemente volví corriendo a la casa, me encerré en mi habitación y pasé el resto de la noche en vela, pensando.

*-★-★-★-*

Ya he terminado de transportar todos los troncos al interior del taller, después de la comida, por la tarde, me pondré a trabajar la madera para darle la forma necesaria, y mañana temprano, daré una vuelta por los alrededores con las ovejas, que tienen que pasturar. Pero sigo pensando en ella, que todavía no la he encontrado.

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