martes, 14 de mayo de 2013

El llenador de sandías

Los marsupiales gozan de trepar a escarabajos dormidos con tupidas capas de esparto tejido situadas sobre sus cabezas a modo de salvamanteles para teteras en llamas. Y las cremalleras dejarán sus lavores en chaquetas, estuches y bolsos para ir a tajar asuntos en secuestros de bancos y conflictos armados. Y aunque los tanques no abandonen las calles de Guinea ni el resentimiento los corazones de los contendientes, la paz se hará visible, al menos en apariencia.

Los dorados lagrimones de un sauce se derraman colina abajo en un desesperado intento por comerse una fabada con chorizo, servida en una gran ensaladera y derramada en la tupida melena rubia de un canguro super saiyan con ortodoncia. Si no llevara sombrero habría jurado que eran más bien unas cuantas estacas verdes con más cara que espalda al consentir sin miramientos una atrocidad de tamañas dimensiones, que ni un limón con cáscara torcida se podría exprimir en las tripas de un conejo instantes antes del Apocalipsis.

Atronadores sentimientos los de una madre por su hija, dolida por la pérdida de su teléfono móvil y la cajita donde solía guardar las gafas. Más ya no tenía que preocuparse por su hija. Murió intoxicada por una fruta en mal estado. Casi parecía un atentado que hubiera llevado meses planearlo y que finalmente hubiera resultado de la manera más catastrófica que el destino fue capaz de urdir.

En ocasiones me pregunto por qué hago lo que hago, y suelo llegar a la conclusión de que simplemente me encanta mi trabajo. Cada vez que consigo vaciar una sandía y utilizarla como depósito de gasolina, siento mi alma completa y mi vida cobra sentido. Es lo que hago. Es lo que soy.

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