sábado, 26 de abril de 2014

La central nuclear

Por mucho que creamos conocer algo, siempre quedan cosas por descubrir. Simplemente hay que mirarlo con otra perspectiva. Nada nuevo bajo el sol. Todo estaba ya ahí, solo había que verlo, o que oírlo... en definitiva, había que sentirlo, que percibirlo. Así es como contactamos con la realidad. Es cómo interactuamos, es lo que nos despierta. Son esos impulsos los que desatan todo lo demás. La realidad sucede y nosotros actuaremos en consecuencia, como parte de ese suceso inmenso que es el presente.

Y lo de siempre, el árbol que cae en el bosque solitario. Ahí sigue, siempre estará ahí. Esa cima inaccesible en la que nadie ha estado, ese rincón de la jungla que solo han visitado algunas hormigas, esa caverna submarina en la que habitan los más oscuros y húmedos misterios del océano. Ese planeta inhabitado y esa estrella ardiente, aparentemente eterna. Ese átomo que está justo en la punta de un lápiz y ese gato que se lame los huevos. Ese dibujo que hiciste en la guardería y que ahora está en una caja por alguna parte. Todo al unísono, como una perfecta armonía. Una cadena de sucesos incomputable. Un destino trazado desde el movimiento de la primera partícula o una ramificación infinita que nos promete que todo es posible. Desde dentro de la burbuja todo parece magníficamente relacionado. Una película exquisita que se vive fotograma a fotograma desde nuestra perspectiva. Una cortina de humo lineal, la sensación unidireccional en un espacio triple.  Pero desde arriba la cosa es diferente. La atemporalidad gobierna los sucesos, los cuales, además de sincronizados, suceden todos en un solo punto. Y en ninguno. Y en todos. Y aun así no nos podemos acercar ni remotamente. Que la realidad no es más que Dios. Dios no es sino la existencia misma. Esto. Todo. Es él y somos nosotros. La existencia. Lo que es. El infinito y sus lindes. Dios no existe, es la realidad y, por lo tanto, también nosotros.


Me gustan los lugares abandonados. Me hacen pensar en esto. En ese suceso síncrono de todo al mismo tiempo. De todas las posibles historias que pudieron suceder en esa ruinosa habitación llena de ladrillos, revistas y cristales rotos. Qué conversaciones se mantendrían sobre el sofá destartalado que bloquea las escaleras. Cómo fue la gente que atravesó esa puerta. Y el perro que habitaba esa caseta. Qué fue, qué pudo ser, que quiero que fuera, que soy capaz de imaginar, qué suceso soy capaz de atribuir a los lugares que ahora yacen solitarios sobre sí mismos. Qué forma tenían. Y todo sucediendo al mismo tiempo. Ninguna más real ni más falsa y todas tan imposibles como ciertas. Los lugares, testigos solitarios del tiempo, que siguen sucediendo aunque no haya nadie allí para contarlo. Que es igual de real aunque no sepamos que existe.

A veces se nos olvida la realidad. En ocasiones desestimamos la vida perdiéndonos en un pasado que fue y ya no existe, y en un futuro tan solo concebido y no generado todavía. No somos capaces de generar pensamientos sobre el presente. No da tiempo. El presente no dura lo suficiente como para que nos dé tiempo a hacer cosas en él. Así, nuestras mentes divagan, olvidan, se pierden en el laberinto de las ideas. Deambulan entre extraños pensamientos de cosas que no existen. Abstracciones, planes, recuerdos. Y no recordamos sentir el bolígrafo deslizándose sobre el papel y adhiriendo su tinta para la posteridad a la blanca cara del folio. No recordamos nuestro parpadeo ni el latido del corazón de esa anciana sentada en el tren. Ni el justo momento en el que una manzana decide abandonar la rama del árbol donde nació. No lo hacemos. No sirve. Nos abandonamos a la cháchara, nos escondemos en conversaciones. Con nosotros mismos de lo que podría ser y de lo que fue. Con otros de lo que hicimos y queremos hacer. E incluso de lo que hicieron otros. Y para más inri lo valoramos todo usando estándares que alguien definió. Agazapados detrás de planes y metas. Representados por nuestros logros y objetivos. Nos enmascaramos con carreras y gustos. Ocultamos el temor. Miedo a sentirnos. Tememos recordarnos a nosotros mismos y darnos cuenta de que no funciona. Vivimos mamando de los recuerdos y alimentándonos de esperanzas adquiridas; sin llegar a salir de la cuna, mecidos por la mano de la corriente.

Vivir. Sentir aquí y ahora. No parece menester. Compañía que acalle nuestra mente de forma banal. Entretenimiento. Se nos ofrecen ideas que pretenden simular una rotura. Una fisura controlada. Una central nuclear de pensamiento. Y caemos una y otra vez; pretenden hacernos sentir que seguimos dueños. Que todo lo hemos decidido. Y se nos olvida olvidarnos de decidir. Debemos aferrarnos a lo que tenemos por qué podríamos no tenerlo. Huyamos de la muerte sin tratar de comprenderla. Aparentemos. Olvidemos quienes somos para tratar de ser otra cosa. Construyámonos a nosotros mismos con naipes apilados. Definámonos con metas, ideas, logros, historias, apariencias, profesiones, tareas... Expliquemos nuestras necesidades y ciñámonos a ellas.

Juegan con lo que merecemos, juegan con la justicia, inventan necesidades. Ellos. La culpa siempre es de los demás. Pero estamos demasiado atareados jugando con las normas, extensísimas reglas, posibilidades, construcciones, establecimientos... y no tenemos tiempo. El tiempo. Eterno y tangiblemente impalpable. Algo inexistente que nos somete. No. 


Pero, al pararse, todo esto no importa. No importa que no prestemos atención. La realidad sigue sucediendo aunque no estemos ahí para verla. Las sensaciones seguirán estando, aunque se nos olvide sentirlas; nuestra vida sigue pasando aunque se nos olvide vivirla. No hay nadie que pueda detener la realidad. Y por muy entretenidos y atareados que estemos haciendo otras cosas, los momentos, vivirlos, sentirlos, existir, olvidar toda máscara y hacer el amor a la realidad, sigue siendo una posibilidad. Aquí y ahora. Con nuestro verdadero Yo independiente de experiencias y prejuicios. Cómo los niños, que acaban de llegar y no han tenido tiempo de construir nada. Dado que a la existencia no le importa lo más mínimo. Va a seguir haciendo lo que quiera y nosotros en ella como un componente más. Como el más perfecto engranaje, que sabe que gira pero está pensando en la mejor marca de aceite para engrasarse y se le olvida el perfecto y magnífico funcionamiento del reloj del que forma parte; olvida cómo encaja con el engranaje vecino, diente a diente; no recuerda cómo entre todos realizan algo tan sutil y simplemente complejo como mostrar el paso del tiempo. Aunque tratemos de creernos el montaje que nos rodea. Aunque pensemos en el dinero, los estudios, las vacaciones, el trabajo, la pareja… aunque estemos en el autobús o esperando para comprar el pan. Aunque pensemos en qué grasa nos hará funcionar mejor y nos olvidemos de funcionar… el árbol del final de la calle seguirá creciendo (cómo tus uñas), el pájaro que oyes por tu ventana seguirá haciendo la digestión de algo que comió hace unos minutos y las olas seguirán rompiendo contra las playas de una isla desierta. Y toda la realidad en conjunto. Toda la casualidad de existencia seguirá adelante. Todo lo que podría no haber sido y sin embargo fue. Y no les importa que no quieras estar ahí. No somos más que otro suceso. Y por ahora solo podemos rascar la superficie.

jueves, 10 de abril de 2014

Esclavitud

Los días se sucedían lentamente mientras no podíamos hacer otra cosa que mirar pasar a las personas, esperando a que nos eligieran para llevarnos con ellos a cambio de unas monedas al que nos custodiaba.

Por fin, llegó el día, fui elegido, me sacaron de aquel horrible lugar y me transportaron de incógnito, junto a otros muchos, en las bodegas de algún extraño vehículo.
Cuando ya pensaba que todo iba a ir mejor, me destaparon, me sacaron los espárragos y me tiraron a la basura, junto a otros cadáveres de cristal decapitados. El resto está un poco borroso.

miércoles, 2 de abril de 2014

Palabras

"Utilizar palabras para hablar de palabras es como utilizar un lápiz para hacer un dibujo de ese lápiz sobre el mismo lápiz. Imposible. Desconcertante. Frustrante."
Patrick Rothfuss, El nombre del viento.

lunes, 27 de enero de 2014

Despiste

Iba en el metro sin recordar qué día era. Parecía un día normal, yo estaba haciendo las cosas que hacía siempre. Nada se salía de lo común. Hasta entonces. Aquel preciso instante en el que se me despertó la atención y no pude si no retozar en el latigazo que le estaba siendo asestado a mi mundana realidad. Esa mañana nada fue igual. Esa mañana todo cambió. Pero solo durante un rato, no vayáis a pensar que la vida de uno cambia así como así sin siquiera planteárselo... No. Fue solo un oasis de distracción reflexiva. Una de esas cosas que te sacan de lugar por un rato y que tiene repercusión los siguientes días, en el sentido de que lo recuerdas y tal vez te haga pensar un par de cosas. Te distrae sucintamente.

Esa mañana una mujer en el metro había perdido su alma. No estaba. No había mucha gente en el vagón. Era domingo. Un domingo que a mi me parecía un jueves poco concurrido. De pronto se levantó tranquila, como quien espera bajar en la siguiente parada, y de pronto, comprobando que no dejaba nada en el asiento, la cartera o el móvil, se giró y puso cara de susto. Se palpó buscando por todos los bolsillos de su abrigo. Volvió a caminar hasta donde había estado sentada, miró debajo, a su al rededor por todas partes, seguía registrando sus bolsillos y se movía inquieta. La gente la observaba sin comprender. Pero yo me di cuenta. Su alma no estaba. No es la típica cosa que compruebas llevar encima cuando sales de casa. Compruebas si llevas el teléfono, la cartera... sobre todo las llaves para poder volver a entrar. Pero el alma era algo que uno no suele dejar olvidado en el perchero. Debía de ser una de esas mujeres que no está muy cómoda con su alma. De esas que no se sienten bien vistiéndola y se la quita en cuanto llega a casa. No debía sentirse cómoda con ella. Tal vez era un alma prestada, o un alma que había adquirido hacía poco y aún no se había adaptado al cambio. No obstante, pese a no estar adaptada a ella, no parecía nada tranquila al saberse fuera de casa sin el alma puesta. La vi bajar corriendo del transporte y cruzar a toda prisa al otro andén, presumiblemente para coger un tren que la llevara de vuelta a casa, a por su alma.

Yo seguí en el metro, camino a donde siempre. Nada había cambiado en mi vida. No me afectaba en absoluto que una pobre mujer hubiera perdido su alma ¿Debería sentirme mal por ello? A quién pretendo engañar... esa mañana yo también había olvidado mi alma. Pero por distintos motivos. Nos estábamos dando un tiempo. Necesitábamos nuestro espacio. Había sido de mutuo acuerdo. Yo necesitaba ver a otras almas, ella a otros cuerpos... enriquecernos individualmente para luego reencontrarnos y aprender de las experiencias adquiridas por el otro. Si. Nos estábamos dando un tiempo. Por eso de andar sin alma creo que pude darme cuenta de lo que le pasaba a aquella mujer. Y para ser sinceros, creo que yo tampoco me sentía demasiado cómodo sin alma. Pero era algo por lo que había decidido pasar. Solo un rato más.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Persianas


Las persianas suben, a veces, más no siempre. En ocasiones bajan. Nunca ellas solas, claro, no funcionan así. En ocasiones hay que ayudarlas a subir y bajar. Hacia arriba y hacia abajo. De pequeño me tumbaba en el suelo a mirar la lámpara del techo. Era una lámpara normal, una simple bombilla colgada de unos cables. En realidad, creo, no era una lámpara, solo un foco de luz, no hacía falta más, sobraban los embellecedores si en la práctica íbamos a lograr lo mismo. Y en el suelo, mirando al vacío del blanco techo, soñaba con persianas horizontales, que no solo se desplegaran hacia abajo, si no hacia delante o atrás, sirviendo en esa forma como toldos o paraguas para porches. Sería necesario, como en los trenes, un cambio de vías. Una especie de agujas que torcieran las vías de la persiana hacia delante.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Falsos matrimonios

Mis padres nunca se casaron; con eso quiero decir que nunca se molestaron en hacer oficial su relación ante ninguna iglesia. [...] Ellos consideraban que estaban casados y que no había ninguna necesidad de anunciárselo a ningún gobierno ni a Dios. [...] La verdad es que parecían más satisfechos y fieles que muchas parejas oficialmente casadas que he conocido desde entonces.
El nombre del viento, PATRICK ROTHFUSS