martes, 23 de abril de 2013

La muerte de la merienda

Y de nuevo la situación cobraba un cáliz al que empezaba a acostumbrarme. La temperatura de la habitación subía y se notaba cierta carga eléctrica invadiendo el aire. El pato que estaba atado al ventilador del techo abría los ojos y fijaba su mirada en los cordones de mis zapatos. Pero esta vez era diferente. Había decidido cambiar de estrategia: mocasines y sombrero de copa.

Lo había logrado, el pato estaba desconcertado y yo podía comerme mi magdalena.


Con la lengua rebuscando migas pegajosas de bizcocho entre mis dientes, un hilillo de chocolate líquido bajaba por mi barbilla, regateando los pelillos de mi barba de tres días y 16 horas, manchando tras de si y dejando la huella del recuerdo de un pasado del que la gravedad le hizo huir. De pronto, llega al límite, no puede seguir bajando pegada al mentón y se despide, entre lágrimas, de mi piel grasienta al ser derrotada la adherencia por la fuerza de la tierra; y gritando de dolor en caída libre, se precipita locamente hacia el suelo, contra el que se estrella. Su cuerpo reventado, sus tripas desperdigadas y por todas partes esparcidos sus restos destrozados e irreconocibles. Dos horas y media más tarde el forense que realizará la autopsia solicitará un cubo en el que depositar el sandwich de huevo que comiera antes de reconocer los restos de cadáver, pero en la forma mucho menos reconocible de vómito semi-digerido 

Me limpié la barbilla con la manga de la camisa y salí al jardín: el césped es un gran lugar para hacer la siesta en las tardes de Abril.

P.D.: Estoy hasta las narices del puto pato.